Los yippies y el presente



LOS YIPPIES Y NOSOTROS, QUE LOS QUEREMOS TANTO (PARTE 4)


Aquí tenéis la cuarta parte del prólogo-epílogo de Amador Fernández-Savater a Yippie! Una pasada de revolución, de Abbie Hoffman, que finalmente hemos dividido en cinco partes (en lugar de las cuatro anunciadas inicialmente).

La guerra de los mundos

Primero fue el bombardeo, luego vino la caída. Hicieron de su vida un desafío y lo pagaron caro. La historia de los yippies nos fascina. Pero su desafío no puede ser el nuestro. Ahora cambiamos de tono y registro para preguntarnos por qué y exponer al gunas primeras intuiciones al respecto.

Hay un nivel en el que podemos seguir pensando junto a nuestros héroes. Es el nivel táctico. Los yippies nos legan un depósito perfectamente actual y actualizable de formas de hacer, formas de decir y formas de estar. De hecho, los movimientos políticos más creativos de los últimos diez años lo han hecho suyo, aún sin conocerlo apenas. Una visibilidad enigmática, la potencia abierta de un nombre-ficción, el sinsentido que desafía el sentido establecido, ¿no han sido ingredientes de esa fuerza anónima que se expresó en la consigna Dinero Gratis, en el movimiento V de Vivienda o en el propio 15-M? Los mitos que impulsan a la acción, las performances callejeras, los rumores, los fakes y el humor que dice (sin decir) lo prohibido, ¿no forman parte ya del repertorio de lo que se ha popularizado como «guerrilla de la comunicación»? Seguir esta enumeración sería muy fácil. En este sentido, lo más sorprendente es encontrar una extrema condensación de enunciados y estrategias del futuro en un pequeño punto de la galaxia contracultural amerikana, treinta años antes del nacimiento del movimiento antiglobalización.

Pero a otro nivel estas equivalencias y continuidades pueden funcionar como un trampantojo. Porque la potencia de la política yippie no consistía solo en un repertorio táctico de herramientas más o menos originales o creativas, sino en la idea-fuerza que vehiculaba cada una de ellas: la guerra entre mundos. Amérika y la sociedad alternativa, el Festival de la Vida y la Convención de la Muerte, el viejo mundo y el nuevo mundo, la sociedad oficial y las mil experiencias comunitarias que proliferaban en sus márgenes.

Los yippies se autoproclaman vanguardia del enfrentamiento entre mundos. Una vanguardia delirante porque se opone mediante el absurdo a la «racionalidad» de un sistema que baña a los niños vietnamitas en napalm. Una vanguardia política, pero también estética, erótica o sensible. Cada una de sus intervenciones busca dividir el mundo en dos y trasladar la polarización al interior mismo de cada persona. La guerra entre mundos se libra sobre todo en el desgarro más íntimo entre lo que cada cual es y lo que quiere/puede ser. Los yippies apuntan a esa contradicción y pretenden hacerla estallar sacudiendo el deseo social mediante imágenes. Entre los dos mundos hay que decidirse, porque la existencia de uno pasa por la total destrucción del otro: lógica radical del antagonismo. Ellos mismos se convierten (sobre todo Hoffman y Rubin) en imágenes vivas de la revolución juvenil. Encarnan la ruptura de las formas alienadas de existencia, la promesa de una vida intensa y liberada. Ni siquiera contestan a las preguntas cuando les entrevistan en televisión, sino que aprovechan para encenderse un porro, burlarse de los presentadores de plástico, largarse un discurso incendiario, exhibir sus camisetas multicolores o sus melenas imposibles. Representan, cada vez que irrumpen en la esfera pública, la distancia irreductible entre los dos mundos: locos, fumados, infantiles, violentos, carapintadas, fieros, divertidos, sexys, radicales. Imágenes épicas, imágenes muy puras, imágenes sin sombra: Abbie y Jerry quedarán atrapados en ellas el resto de sus vidas.

Pero durante los años setenta el nuevo mundo se hunde. Ya no hay palanca para volcar la sociedad oficial. La derrota clava a los yippies en ese mundo que han peleado por destruir. ¿Cómo vivir a partir de ahí? Las trayectorias de Abbie y Jerry son dos respuestas distintas a esa pregunta. Abbie se niega a aterrizar, la fidelidad a sí mismo pasa por insistir en el rechazo. Pero, ¿desde dónde? Ya no hace pie en ningún sitio y se queda colgado en el aire, entre la amargura y la melancolía. Por su lado, Jerry se despolitiza y decide triunfar en ese mundo que se ha vuelto único. 

Podemos leer la historia de Abbie y Jerry como una metáfora del impasse político en el que nos debatimos hoy: la alternativa entre la fidelidad a una idea de desafío que ya no hace pie y la adaptación a la realidad («lo que hay es lo que hay»). Ese impasse se nos aparece hoy como inadecuación radical entre cuerpos y palabras: cada cosa va por separado, sin apenas encontrarse. Los cuerpos se rebelan sin recurrir apenas a ningún discurso, los discursos críticos giran en torno a sí mismos sin tocar la realidad, etc. Judith Butler explica que cuerpo y palabra se desencuentran radicalmente en situaciones de dolor. Por ejemplo, ante la muerte de un ser querido: no sabemos nombrar lo que sentimos, no sabemos quiénes somos, entramos en crisis de palabras o repetimos clichés de modo automático. Hoy, es la idea-fuerza de los dos mundos lo que ha muerto. Basculamos entre la opción de Abbie y la de Jerry, incapaces de elaborar positivamente el duelo y transformarnos. Hacemos «como si» nada hubiera ocurrido y repetimos lenguajes críticos de otros tiempos. O nos entregamos a la melancolía por la desaparición del «acto» verdaderamente radical de corte y separación que hoy se ha vuelto imposible, quizá simplemente porque ya no tiene la base donde prender (sin la pólvora contracultural, ¿qué explosión podría haber organizado la mecha yippie?).


Políticas del mundo común

¿Se puede luchar sin alternativa utópica en la que hacer palanca? ¿Podemos inventar una política sin afuera que no sea pura desesperación? Son preguntas que nos fuerzan a repensar lo que significa luchar. Porque tal vez hoy no luchamos para salirnos de la sociedad, sino para crear y recrear el lazo social en los intersticios del mercado, que ahora no opera tanto mediante formas autoritarias y disciplinarias que fijan los cuerpos a un lugar como en los años 60, sino ensamblando y desensamblando continuamente el vínculo (léase también: el sentido) según la lógica de la maximización de la ganancia. De lo que resulta la dispersión y la precariedad como nuevo fondo de lo social. 

La clave entonces no sería preguntarnos si podemos luchar o no sin alternativa utópica, sino partir de que ya lo hacemos cotidianamente. Luchamos día a día para transformar la guerra de todos contra todos que resulta de la lógica dispersiva del mercado en un mundo común y habitable. Luchas no utópicas, que no niegan la realidad, sino que tejen una especie de sociedad subterránea, parcial, fragmentaria e inestable que sostiene la vida en común. Luchas que tienen a la vez un plano informal e invisible y un plano más explícito y visible.

En el plano informal e invisible están las mil prácticas cotidianas que recrean el vínculo por fuera de la lógica mercantil de la conexión/desconexión según el beneficio. Como explica Pierre Levy, si hay mundo, si aún vivimos en un mundo común, se debe a todos esos gestos que tejen una y otra vez los vínculos. El mundo común subsiste porque «las prácticas de acogida, apertura, cuidado, reconocimiento y construcción son finalmente más numerosas y fuertes que las prácticas de exclusión, indiferencia, cierre, resentimiento y destrucción». Levy reúne todas estas prácticas en el concepto de «hospitalidad», porque no se dan solo entre quienes comparten identidad (familia, nación, clase social, oficio, religión), sino también entre extraños y desconocidos. En el plano explícito y visible están las luchas que emergen hoy, no tanto para reivindicar «otro mundo posible», sino una vida digna, un mundo común y habitable para todos. Pienso en la primavera árabe, en los indignados, en Occupy Wall Street... Son luchas autoconvocadas, sin rostro ni identidad clara. Recurren al anonimato como estrategia no representativa de comunicación, visibilización y generalización. Están protagonizadas por gente cualquiera, desconocida entre sí, sin ideología ni participación regular en estructuras políticas estables. Interpelan, mediante un lenguaje muy directo y poco codificado, a una intimidad común rompiendo el consenso, el sentido común y lo políticamente correcto («democracia real ya», etc.). Y escapan y desafían los esquemas convencionales, tales como izquierda y derecha, para inventar «nosotros» abiertos e inclusivos, como el 99% de Occupy. 

La dificultad hoy es reconocer, valorar y pensar desde estas luchas que redefinen lo posible sin referencia a un afuera, ni a una alternativa utópica de sociedad, prisioneros como estamos entre el imaginario de la revolución y la adaptación a la realidad.


Ficciones de retaguardia

La experiencia yippie nos ha permitido pensar cuál era el papel de la vanguardia y el poder de las imágenes en las políticas marcadas por la idea de los dos mundos. Pensar ambos problemas desde las políticas del mundo común obliga a un cambio de perspectiva.

Primera cuestión: las vanguardias y las retaguardias. El modelo de la vanguardia yippie estaba basado en las ideas de polarización entre mundos y acción directa. Pero, ¿es posible esa polarización cuando vamos todos en el mismo barco? «Todos íbamos en ese tren» se coreaba en las manifestaciones tras el atentado del 11-M de 2004 en Madrid, resumiendo perfectamente lo que queremos decir aquí: hay un solo mundo, amenazado. La globalización intensifica esa percepción de fragilidad común, de interconexión, sin afuera posible. Si no hay ninguna posición de superioridad desde la que criticar, ningún nuevo mundo desde el que hablar, ningún afuera en el que hacer palanca o hacia el que empujar, tampoco tiene sentido una vanguardia que enseñe el camino a través de la acción directa y ejemplar. Las políticas del mundo común exigen pensar más en «retaguardias» que acompañen y potencien los espacios donde se recrean los vínculos. La acción de estas retaguardias no es tanto empujar o arrastrar, como inventar dispositivos para amplificar y conectar lo que ya está en marcha. 

Segunda cuestión: mitos y ficciones. Hemos visto en qué consistían los mitos para los yippies: narrativas de lucha que dividen el mundo en dos (la revolución juvenil, etc.). En el caso de las políticas del mundo común, quizá tendríamos que hablar más de ficciones. Menos confrontativas, menos épicas, menos puras, menos cargadas de fe revolucionaria que los mitos yippies. Las ficciones no dividen exactamente el mundo en dos, sino que más bien permiten sustraerse a los significantes hegemónicos y abrir espacios de encuentro entre diferentes, espacios donde cualquiera puede contarse. Quizá el ejemplo más claro de la diferencia entre los mitos yippies y las ficciones actuales sea el lema «somos el 99%» del movimiento Occupy Wall Street (que luego se ha retomado en otros muchos países). «Somos el 99%» es sin duda una ficción, en el sentido de que se trata de una afirmación imposible («mentira» desde un punto de vista objetivo y literal) según la cual una minoría en la calle dice ser la mayoría. Pero a los yippies jamás se les hubiera pasado por la cabeza nombrarse como el 99%. Todo lo contrario: el 99% para ellos era más bien el enemigo, la mayoría social que vive prisionera del viejo mundo y a la que se trata de «sacudir y despertar». «Somos el 99%» no confronta la realidad desde la idea de «otro mundo», sino desde el deseo activo de hacer del único mundo que hay un mundo común y habitable para todos. Si el mito polariza entre dos posiciones claras y definidas, mediante las ficciones nos desmarcamos de las clasificaciones que nos representan, clasifican y separan, para poder así encontrarnos los diferentes y rehacer juntos el mundo común. 

(continuará)

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